Las Sinsombrero: mujeres del 27

En la España finisecular llevar sombrero era signo de buen posicionamiento social, resultaba impensable que los ciudadanos y ciudadanas de buena cuna aparecieran en público con la cabeza descubierta. A diferencia de las mujeres, los hombres podían retirarse el sombrero en espacios cerrados. Es gracioso el artículo “Sombrerías” que publica en 1901 el dramaturgo Joaquín Dicenta, donde ruega a las mujeres que acudan al teatro sin sombrero: “hay que derribar esas montañas de terciopelo, flores, plumas y sedas con que las señoras cortan el paso a los ojos ansiosos de ver moverse en escena los personajes”. Esta petición demuestra la arraigada costumbre de que las mujeres en ninguna circunstancia se quitasen el sombrero. 

Maruja Mallo contaba que un día, atravesando la Puerta del Sol de Madrid, se le ocurrió a ella, a Federico García Lorca, a Dalí y a Margarita Manso, quitarse el sombrero, motivo que dio lugar a que algunas personas les increpasen con insultos. Esta seña de rebeldía, este despojarse de un símbolo opresor, permanece hasta nuestros días como denominador de un heterogéneo grupo de mujeres que se saltaron las reglas del juego: las Sinsombrero.

Comienza José Luis Ferris su Mujeres del 27 diciéndonos que “hay libros que no deberían existir, como ese que el lector tiene entre las manos”, pues, “publicar una antología de mujeres que escriben no debería ser nunca un ajuste de cuentas con la historia”. Tania Balló abría su obra Las Sinsombrero con la anécdota de un profesor de literatura que pedía una redacción en el aula y, cuando se dispuso a recogerla, pasó mesa por mesa solicitando la tarea al alumnado masculino, pero no al femenino. El profesor dice entonces: “bueno, ya están todos, ¿no? Así se construye la historia, compañeros”. 

El grupo literario del 27 comenzó a visibilizarse de un modo más canónico en 1932 gracias a la obra Poesía española. Antología 1915-1931, elaborada por Gerardo Diego. En esta antología no había ni rastro de las poetisas. Dos años después, en la segunda edición, incluía Diego a dos autoras: Ernestina de Champourcin y Josefina de la Torre. En 1941, Juan José Domenchina incluye solo a Champourcin y a Concha Méndez en su Antología de la poesía contemporánea. 

De este modo, se van sucediendo una serie de recopilaciones de poemas de la época donde la presencia de autoras es muy reducida, y no precisamente por falta de estas: en 1954 publica Carmen Conde Poesía femenina viviente, recogiendo creaciones líricas de veintiséis poetisas y señalando, además, que no figuraban todas, sino solo aquellas que conocía mejor o de las que tenía mayor información.

En el umbral del siglo XX, la situación jurídica de la mujer era de clara inferioridad y subordinación. Al igual que un menor de edad, o una persona con discapacidad, no tenían derecho a disponer de una economía propia, no podían ingresar por sí mismas el dinero que ganaban ni tampoco alquilar una vivienda. Según el código civil de 1889, el marido debía proteger a la mujer y la mujer debía responder con obediencia y sumisión al marido. El matrimonio, la maternidad y los cuidados del hogar eran el destino último para ellas, siendo, además, la mayoría de casamientos de conveniencia o fruto de pactos entre dos familias. Recordaba Concha Méndez en sus memorias la visita de un amigo de sus padres en la que le preguntó a sus hermanos: “pequeños, ¿qué queréis ser de mayores?” Y ella respondió: “yo voy a ser capitán de barco”. A lo que el señor contestó: “No, las niñas no son nada”. Aunque el acceso femenino a la enseñanza media y superior comenzaba por aquel entonces a ser una realidad, todavía quedaba mucho camino por recorrer en este sentido: solo 1681 mujeres en la universidad en 1930.

Del mismo modo que para los integrantes masculinos de la generación del 27 hubo lugares de encuentro en Madrid, para las artistas del momento existió el Lyceum Club Femenino, donde compartían sus inquietudes culturales e intelectuales. Su primera presidenta, y una de sus fundadoras, fue la pedagoga María de Maetzu (que también era directora de la Residencia de Señoritas). En su junta directiva se encontraban las mujeres más influyentes y liberales del momento, como Zenobia Camprubí o Carmen Baroja. Por desgracia, en 1939 el Lyceum Club fue clausurado fulminantemente. Sus instalaciones fueron ocupadas por la Falange para que la Sección Femenina lo convirtiese en el Club Medina. La mayor parte de la documentación del centro terminó destruida, por lo que solo gracias a algunos escritos y documentos de sus socias hemos podido saber de su existencia.

Al igual que ocurre con los autores, las autoras pertenecientes a la generación del 27 nacieron en un periodo comprendido entre 1898 y 1914. Las características estéticas de su poesía son similares a las mencionadas para ellos, como vamos a ir viendo con algunos ejemplos.

La primera obra de Ernestina de Champourcin, En silencio…, de 1926, iba cargada de ecos románticos, simbolistas y modernistas. En 1963 incorpora a su creación poética el pesimismo y la angustia existencial con Cántico inútil: “Y si todo es inútil, ¿para qué tanta estrella señalando caminos que en el cielo no existen? ¿Para qué la esperanza endeble y fervorosa de tantos despertares?”.

Las primeras tres obras de Concha Méndez (Inquietudes, Surtidor y Canciones de mar y tierra), publicadas entre 1926 y 1930, son ejemplo de ese neopopularismo que rescata las formas del romance y la canción (“Al nacer cada mañana me pongo un corazón nuevo que me entra por la ventana”). Sin embargo, Concha da un cambio en su obra poética en 1936 con Niño y sombra, que es un libro concebido tras la muerte de su primer hijo: “Y fue en la hora de verte que te perdí sin verte”, “Mi corazón que es cuna que en secreto te guarda te seguirá meciendo hasta el fin de las horas”.

El espíritu surrealista lo encontramos claramente en obras como Pez en la tierra (1932), de Margarita Ferreras, que constituye una obra plagada de una profunda angustia humana; o en A la orilla de un pozo (1936), de Rosa Chacel, donde la autora asume los postulados surrealistas empleando la forma del soneto. No podemos olvidar dentro de esta concepción poética surrealista la obra Rosa-Fría, patinadora de la luna (1934), de María Teresa de León, donde se eliminan totalmente las fronteras entre el verso y la prosa al modo que ya se había dado esa prosa poética modernista con Juan Ramón Jiménez (“¿Por qué asesináis a los Otoños? Vengo en nombre de las tardes ecuatoriales a protestar”).

Particular es el caso de la poetisa e ingeniera química María Cegarra en Cristales míos. Esta autora, que nace en la localidad murciana de La Unión, elabora un estilo de poema en prosa breve cargado de metáforas con términos propios de la ciencia, materias y fórmulas (“Hidrocarburos que dais la vida: sabed que se puede morir aunque sigáis reaccionando; porque no tenéis risa ni aliento, ni mirada, ni voz. Solo cadenas”).

Por otro lado, manteniéndonos en la Región de Murcia, las obras poéticas capitales de la cartagenera Carmen Conde se publican en la década de los cuarenta: Pasión del verbo (1944), Ansia de gracia (1945), Sea la luz, Mi fin en el viento y Mujer sin Edén (las tres en 1947). Se trataba de una autora que llamó mucho la atención de Juan Ramón Jiménez, como él mismo manifiesta en una carta que le envía junto a su obra dedicada Platero y yo. Además, fue la primera mujer en ocupar un sillón en la Real Academia Española en 1978. Era muy amiga de María Cegarra, la cual, en 1944 testificó a favor de ella como miembro de la Sección Femenina de la Falange, pues había una orden de busca, detención e ingreso en prisión contra Carmen Conde por el apoyo que había manifestado a la República. Como le ocurrió a Concha Méndez, Conde también sufre la desgraciada experiencia de sentir la maternidad para después perderla: su hija María del Mar nace muerta. Este será un hecho, junto con toda la situación circunstancial de la época, que hará que su obra se vincule con la poesía existencial y desarraigada. Sus temas principales eran el tiempo, la muerte, Dios y la injusticia del mundo desde la perspectiva de la angustiada condición histórica de la mujer. En este sentido, Mujer sin Edén (1947) ha sido considerado un poemario feminista que se cataloga como uno de los mejores de su década.

Otras muchas creaciones literarias que se fueron gestando durante los años de la guerra civil vieron la luz pasado el umbral de los cuarenta. Así ocurrió, por ejemplo, con Marzo incompleto (1947), de Josefina de la Torre; Versos prohibidos (1978), de Rosa Chacel; o Fábulas del tiempo amargo (1962) y Memoria de la melancolía (1972), de María Teresa de León.


Bibliografía

  • BALLÓ COLELL, T.: Las Sinsombrero, Ed. Espasa, 2016.
  • FERRIS, J.L.: Mujeres del 27, Ed. Austral, 2023.

Documental recomendado para ver en el aula