En la España finisecular llevar sombrero era signo de buen posicionamiento social, resultaba impensable que los ciudadanos y ciudadanas de buena cuna aparecieran en público con la cabeza descubierta. A diferencia de las mujeres, los hombres podían retirarse el sombrero en espacios cerrados. Es gracioso el artículo “Sombrerías” que publica en 1901 el dramaturgo Joaquín Dicenta, donde ruega a las mujeres que acudan al teatro sin sombrero: “hay que derribar esas montañas de terciopelo, flores, plumas y sedas con que las señoras cortan el paso a los ojos ansiosos de ver moverse en escena los personajes”. Esta petición demuestra la arraigada costumbre de que las mujeres en ninguna circunstancia se quitasen el sombrero.
Maruja Mallo contaba que un día, atravesando la Puerta del Sol de Madrid, se le ocurrió a ella, a Federico García Lorca, a Dalí y a Margarita Manso, quitarse el sombrero, motivo que dio lugar a que algunas personas les increpasen con insultos. Esta seña de rebeldía, este despojarse de un símbolo opresor, permanece hasta nuestros días como denominador de un heterogéneo grupo de mujeres que se saltaron las reglas del juego: las Sinsombrero.